jueves, 21 de agosto de 2008

Una noche tras el ventanal. Mi abuelo haciendo poesía.

Habitación 133-A. Mi abuelo intenta descansar en su camilla y sospecho que trata de pensar en todo lo que pueda hacerle olvidar el dolor que lo sorprende repentinamente y sin descanso como si estuviera dentro de la casa del horror.

Sentado a un costado lo observo y escucho los pocos ruidos que llegan al piso 13. El señor de la cama contigua de vez en cuando se acomoda en su colchón. Mi abuelo por momentos tiene el rostro desencajado como si soñara en hacer los últimos esfuerzos para ganar alguna de las disciplinas olímpicas. La carrera contra el dolor es una opción para ser considerada, pienso.

Siendo un poco difícil todo eso en el hospital, una luz entre blanca, celeste y azul cruza delante de mis ojos. Mi abuelo está de pie y salta de la cama vestido con un terno color marrón, está afeitado y descalzo. Camina hacia la ventana de su habitación y voltea haciéndome señal de que guarde silencio.

Me acerco a su lado y lo observo pegar la nariz a los vidrios del ventanal, el vapor opaca el reflejo de su imagen y con un dedo dibuja dos ojos y una boca un poco torcida, como si tuviera algún dolor.
Toma una respiración profunda y sopla muy despacio, desvaneciendo los vidrios como polvo de estrellas. La corriente de aire cierra la puerta mientras me abalanzo sobre el enfermo de la otra camilla pero solo encuentro sábanas.
Con esa sorpresa volteo a mirar a mi abuelo pero el ya no está parado en la ventana. Mi cara no puede sorprenderse más aunque lo intento.

Mi abuelo me saluda desde lo alto de otro edificio no muy lejano y da un salto al techo de otro edificio y otro y otro o pasa de uno en otro sin saltar, solo dando pasos largos. En la esquina del parapeto de una de estas grandes columnas de cemento se para en punta de pies y gira dos o tres vueltas y me grita: ¡Ahora mira esto! Y lo veo saltar al vacío, abrir los brazos y planear con una facilidad propia de las aves más sabias sobre la tierra, gira, da media vuelta, apoya su cabeza con las manos en la nuca y mueve los deditos de los pies como retándome a hacerlo también pero me abstengo en lo increíble de todo este suceso. Casi quiero llorar pero casi no quiero intentarlo. Además la ventana está intacta y fría, sin poder explicarme cómo es que ahora él está volando allá afuera.

Sin perder el tiempo se arremolina y se eleva velozmente, da una vuelta como esas de los aviones de exhibición y se dirige velozmente hacia la ventana de la habitación. Se detiene justo antes de que haya podido correrme de su alcance y me guiña un ojo, saca su pañuelo y seca el sudor de su frente.

Como sabiendo lo que sigue, de pie ahí en el aire, da un paso tres cuartos hacia atrás y veo elevarse sobre la nada a mi abuela, hasta alcanzar la misma superficie que mi abuelo. El le pide la mano, ella cede aunque tiene un poco de miedo. Lo mira con esa cara que siempre le pone cuando le llama la atención por una de sus ocurrencias y reposando la cabeza en su pecho, se deja llevar por el aire es un vals increíble cuya música me es imposible, además de prohibido, describir.

Ella deja caer sus zapatos de taco sobre alguna vereda allá abajo, el aire corre entre los dedos de sus pies haciendo pequeños caminos por donde vienen hasta el centro de la habitación, haciéndose pequeños, pequeñitos y remojándose en algo que no comprendo y no puedo controlar.
Tomo un poco de papel toalla y me seco.

La puerta de la habitación se abre. -A tiempo- pensé.
Con el rostro escondido en lo oscuro de la habitación le digo al enfermero que todo está bien y vuelve a cerrar la puerta. Los ruidos siguen siendo los mismos y la ciudad está empañada de neblina, está húmeda como esta ciudad sabe estar. Está fría como de costumbre.
Mi abuelo me llama un instante para ayudarlo con una pequeña picazón en el brazo nada difícil de resolver. Pude ver esa expresión de paz adquirida y liberación. Su cuerpo se relajó por un instante y con los ojos cerrados me dio las gracias.

Volví a sentarme con la intención de no hacerlo volar nuevamente pero sin que lo haya pensado, veo aparecer las manos y la cabeza de mi padre escondiéndose detrás de la almohada del abuelo, junto a él, mis otros tres tíos empiezan también a asomarse.
Comprendo que debo guardar silencio nuevamente.

Con algo de esfuerzo logran trepar la almohada y me hacen gestos como preguntándome qué tal va la noche. Les digo con una sola mueca que todo sigue como ya saben y todos a la vez dejan caer sus brazos. Con otra mueca les digo que prosigan (en el fondo ya sé lo que vienen a hacer).

Como era de suponer, empiezan a cogerse de los cabellos del abuelo para subir hasta su frente. El menor de ellos se tira boca abajo con los brazos y piernas abiertas como para abrazarlo, le da un beso y apoya el costado de su rostro a la frente dejando ver una clara sonrisa que no muestra los dientes.

El segundo le dice al tercero que le diga que se levante ya, que tienen que seguir, pero es demasiado esperar para lo que viene así que sin hacer caso, corre cuesta arriba por la nariz y salta para caer dentro de la boca.
Mi padre y sus otros dos hermanos corren también. Mi padre va de último y dando el grito más fuerte. Es un grito para darse valor, se entiende.
Cae el segundo, cae el cuarto.
Esperaba que mi padre hiciera el mejor de los saltos, como es normal para todo hijo, pero se ha lanzado de bomba como hacia una piscina, recogiendo las piernas hacia el pecho y abrazándolas.

-Se los tragó- pensé. Y antes de poder acercarme a ver, se asoman nuevamente sus cabezas. Tienen los ojos como si hicieran la travesura más grande de sus vidas (que lo es, en verdad).
Mi abuelo ronca y los expulsa volando hasta el pecho. Levantan el cuello de la bata y empiezan a perderse bajo la tela.
Minutos más tarde salen por debajo de las sábanas y se sientan al borde de la cama, conversan entre ellos y si no me acerqué a escuchar es porque prefería respetar esa reunión de hermanos.

Creo que ahí es cuando me quedé dormido porque no recuerdo cómo es que cada uno de ellos se retiró. Me desperté cuando lo escuché nuevamente manifestando su dolor y así estuvo toda la madrugada sin lograr descansar del todo.

Una vez más la puerta de la habitación se abrió despacio, asomando la cabeza del enfermero que me preguntó si estaba todo bien.
Entre esos lapsos de irrealidad y de cuidados, no sabía qué responderle.
No supe.
No sé.